Tan sólo un mes después de la fiesta en casa de Flora, Violetta sufrió una grave recaída en su enfermedad, y tuvo que guardar cama.
Los que en otro tiempo se llamaron amigos suyos, se habían ido alejando a medida que la enfermedad iba ganando terreno. Tan sólo Annina, su fiel doncella, y el doctor Grenvill, permanecieron a su lado.
Su figura, menuda, consumida por la fiebre, se agitaba entre las arrugadas sábanas. En ella, vagamente podía reconocerse a la espléndida mujer que había sido. Su cuerpo apenas abultaba sobre el lecho. La enfermedad se retrataba fielmente en su semblante: los pómulos, marcados aún más de lo que solían, afilaban su rostro hasta la exageración, y los ojos estaban tan hundidos que parecía que tenían miedo de asomarse al mundo.
Su figura, menuda, consumida por la fiebre, se agitaba entre las arrugadas sábanas. En ella, vagamente podía reconocerse a la espléndida mujer que había sido. Su cuerpo apenas abultaba sobre el lecho. La enfermedad se retrataba fielmente en su semblante: los pómulos, marcados aún más de lo que solían, afilaban su rostro hasta la exageración, y los ojos estaban tan hundidos que parecía que tenían miedo de asomarse al mundo.
Annina, su ángel guardián, cuidaba de ella día y noche como la más amorosa de las madres. Sentada sobre una silla, al lado de su cama, velaba su sueño hasta que, de madrugada, vencida por el cansancio, se adormecía.
Aquella última mañana, un acceso de tos despertó a Violetta; trató de incorporarse para que el aire llegase con más facilidad a sus maltrechos pulmones, pero se encontraba tan débil, que le fue imposible. Al fin, con un hilo de voz, llamó: "Annina...". Ésta se disculpó por haberse quedado dormida y la muchacha, sonriendo agradecida por tener cerca a aquella mujer, le pidió un vaso de agua.
Eran poco más de las siete de la mañana. La luz del día apenas había empezado a espantar las sombras de la noche cuando llegó el doctor, fiel como todos los días, si bien la hora era mucho más temprana que la de costumbre. Solícito, reconoció a la enferma y trató de darle esperanzas que, ambos lo sabían, eran vanas. A Violetta sólo le quedaban unas horas de vida.
Fuera, en la calle, París enloquecía, envuelto en la vorágine del carnaval; terrible contraste con el sufrimiento callado e íntimo, que se respiraba en aquella oscura habitación. "Quién sabe cuántos infelices sufrirán mientras otros se divierten..." pensó en voz alta la desdichada e, inmediatamente, pidió a Annina que entregase la mitad del poco dinero que les quedaba a los pobres.
La doncella salió y Violetta, con viva ansiedad, se puso a releer un arrugado papel que aferraba entre sus manos. Era una carta del padre de Alfredo:
Cumpliendo la promesa que le había hecho en su carta, Germont acudió a su lado, para pedirle perdón, para abrazarla como a una hija. Pero era demasiado tarde. Al menos, en esos últimos momentos, tenía el consuelo de encontrarse entre las únicas personas que la querían de verdad.