Éste es un palco imaginario de un teatro de ópera inventado; pero no por ello (aunque pueda parecer un contrasentido), ni uno ni otro son menos reales. Desde esta ventana a la fantasía, os invito a viajar por el rico, apasionado y apasionante universo de la ópera.. ¿me acompañáis?

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jueves, 6 de agosto de 2015

LA TRAVIATA (ACTO III): ADIÓS, BELLOS RECUERDOS DEL PASADO

Tan sólo un mes después de la fiesta en casa de Flora, Violetta sufrió una grave recaída en su enfermedad, y tuvo que guardar cama.


Los que en otro tiempo se llamaron amigos suyos, se habían ido alejando a medida que la enfermedad iba ganando terreno. Tan sólo Annina, su fiel doncella, y el doctor Grenvill, permanecieron a su lado.

Su figura, menuda, consumida por la fiebre, se agitaba entre las arrugadas sábanas. En ella, vagamente podía reconocerse a la espléndida mujer que había sido. Su cuerpo apenas abultaba sobre el lecho. La enfermedad se retrataba fielmente en su semblante: los pómulos, marcados aún más de lo que solían, afilaban su rostro hasta la exageración, y los ojos estaban tan hundidos que parecía que tenían miedo de asomarse al mundo.

Annina, su ángel guardián, cuidaba de ella día y noche como la más amorosa de las madres. Sentada sobre una silla, al lado de su cama, velaba su sueño hasta que, de madrugada, vencida por el cansancio, se adormecía.

Aquella última mañana, un acceso de tos despertó a Violetta; trató de incorporarse para que el aire llegase con más facilidad a sus maltrechos pulmones, pero se encontraba tan débil, que le fue imposible. Al fin, con un hilo de voz, llamó: "Annina...". Ésta se disculpó por haberse quedado dormida y la muchacha, sonriendo agradecida por tener cerca a aquella mujer, le pidió un vaso de agua.

Eran poco más de las siete de la mañana. La luz del día apenas había empezado a espantar las sombras de la noche cuando llegó el doctor, fiel como todos los días, si bien la hora era mucho más temprana que la de costumbre. Solícito, reconoció a la enferma y trató de darle esperanzas que, ambos lo sabían, eran vanas. A Violetta sólo le quedaban unas horas de vida.

Fuera, en la calle, París enloquecía, envuelto en la vorágine del carnaval; terrible contraste con el sufrimiento callado e íntimo, que se respiraba en aquella oscura habitación. "Quién sabe cuántos infelices sufrirán mientras otros se divierten..." pensó en voz alta la desdichada e, inmediatamente, pidió a Annina que entregase la mitad del poco dinero que les quedaba a los pobres.

La doncella salió y Violetta, con viva ansiedad, se puso a releer un arrugado papel que aferraba entre sus manos. Era una carta del padre de Alfredo:


De improviso, Annina regresó, apresurada, muy nerviosa. Las palabras se le salían de la boca, pero trataba de calmarse para que la alegría no desbordase el castigado corazón de sus señora cuando le dijese que... ¡Alfredo estaba allí! ¡Había vuelto!


La muchacha deseó entonces vivir con tanta fuerza, que creyó que se produciría el milagro y el cielo compensaría lo mucho que había sufrido, concediéndole una nueva oportunidad. Pero aquel dolor intenso que le taladraba el pecho y la extrema debilidad que sentía, le decían que todas sus esperanzas habrían de resultar vanas. Iba a morir cuando estaba apenas rozando la felicidad con la punta de los dedos.

Cumpliendo la promesa que le había hecho en su carta, Germont acudió a su lado, para pedirle perdón, para abrazarla como a una hija. Pero era demasiado tarde. Al menos, en esos últimos momentos, tenía el consuelo de encontrarse entre las únicas personas que la querían de verdad.


Igual que la tradición cuenta del cisne cuando va a morir, Violetta revivió, por unos breves instantes, para caer enseguida, inerte, en brazos de Alfredo. El pobre muchacho se aferró a aquel cuerpo con desesperación, como si su abrazo tuviese poder para devolverle la vida. Mientras sus lágrimas, mucho más elocuentes que las palabras, caían inconsolables, sintió que quería morir él también.

jueves, 30 de julio de 2015

LA TRAVIATA (ACTO II, 1ª PARTE): TRES MESES DE FELICIDAD

Hasta que conoció a Alfredo, la vida de Violetta se había precipitado hacia delante, inmersa en los placeres pasajeros de un mundo en el que, aún rodeada de una multitud, se sentía terriblemente sola. Pero poco a poco, aquel muchacho le había hecho comprender que la fuerza más poderosa de este mundo es el amor, y que todos, sea cual sea o haya sido nuestra vida, somos capaces de amar y merecemos ser amados.

Dos meses después de la fiesta en la que hablaron por primera vez, Violetta y Alfredo se trasladaron a una casa de campo, a las afueras de París. Ella se sentía redimida de una vida de la que ahora renegaba y a él le parecía estar casi en el cielo.


Hacía ya tres meses que los dos vivían en una dulce serenidad, cuando Alfredo descubrió que Violetta estaba al borde de la ruina; mantener aquel idílico lugar era tan costoso que la muchacha, que jamás habría aceptado dinero de él, estaba dispuesta a desprenderse de todas sus posesiones. Furioso consigo mismo, y decidido a evitar el desastre, el joven salió inmediatamente hacia París, no sin antes advertir a Annina, la fiel doncella de su amada, que no revelase a su señora el motivo de su partida.

Llegó una nota de Flora, la gran amiga de Violetta, en la que le invitaba a una fiesta aquella misma noche; la muchacha rió al pensar que la que fuera su fiel confidente habría de esperarla en vano. Fue entonces cuando, igual que una nube de tormenta, apareció Giorgio Germont, el padre de Alfredo. Revestido de una frialdad sobrecogedora, estaba dispuesto a conseguir, a toda costa, que la relación entre aquella mujer "marcada" y su hijo terminase. Según explicó, tenía otra hija, "pura como un ángel", que se encontraba próxima a contraer matrimonio; si Alfredo continuaba con aquella relación, el joven que estaba destinado a ser su yerno, rechazaría la boda. De nada sirvieron los ruegos de la desdichada Violetta, ni siquiera el hecho de que, según le confesó, se encontraba enferma de muerte:


En las amargas palabras de aquel hombre, resonaba el eco de una sociedad que, si bien no veía con malos ojos lo que Violetta había sido, no podía tolerar que intentase siquiera dejar de serlo. La promiscuidad masculina podía tenerse por "experiencia", la femenina recibía un nombre que estigmatizaba de por vida a las mujeres que, como la protagonista de esta historia, "caían", fuera cual fuera el motivo. Aún hoy, aunque en menor medida, se hace notar en ocasiones esa doble vara de medir.

Con una generosidad que daba muestras de su inmenso corazón, Violetta accedió a lo que Germont exigía, pero no quiso revelarle lo que pensaba hacer. Decidida, escribió una breve nota y le aseguró que, muy pronto, su hijo regresaría con él; le rogó, eso sí, que algún día, alguien le revelase el doloroso sacrificio que ella, por amor, estaba haciendo. Cumplida la misión que se había propuesto, Germont se marchó.

Violetta envió a Annina a entregar la misteriosa nota que había escrito, y se puso a redactar otra, dirigida a Alfredo. Cuando el muchacho regresó, la encontró garabateando sobre un papel, muy nerviosa; pero no podía sospechar cuál era la tormenta que se agitaba en su alma, no era posible que imaginase que trataba de encontrar las fuerzas para despedirse de él:


Cumpliendo la promesa que le había hecho a Violetta, Germont volvió para tratar de aliviar el dolor de su hijo. Intentó reavivar en él el recuerdo de su Provenza natal, del hogar que se había hundido en la tristeza tras su marcha:


Pero Alfredo apenas escuchaba lo que su padre le decía; sólo podía pensar en que Violetta le había abandonado. Por casualidad, vio la carta de Flora y comprendió... la muchacha había vuelto con Douphol, su antiguo amante. Hirviendo de ira, salió precipitadamente en busca de su amada.

lunes, 27 de julio de 2015

LA TRAVIATA (ACTO I): FIN Y PRINCIPIO

La suave voz de los violines va envolviéndonos, poco a poco... la música, con ese poder que sólo ella posee, nos transporta hasta el París de mediados del siglo XIX...


Violetta Valéry, la que fuera una de las más bellas cortesanas de la capital de Francia, ha muerto. Los objetos que le pertenecieron en vida, que aún pueblan los restos de la que fuera su espléndida casa, van a salir a subasta, para pagar las muchas deudas que ha dejado la difunta. Tres hombres, cubiertos con guardapolvos, deambulan entre los muebles semicubiertos por sábanas y anotan en pequeños cuadernos, con gesto serio y desganado.

Ha empezado a nevar. Un joven de aspecto triste camina muy despacio, al tiempo que se arrebuja en un grueso abrigo de paño. Cuando llega a los pies de la ventana de Violetta, algo en el suelo llama su atención: es una camelia. Alfredo, que así se llama el muchacho, se agacha, toma la flor entre sus manos y, con inmensa ternura, se la lleva a los labios... fue una camelia la señal que le hizo saber que podía hacerse realidad el que se convirtió en el gran amor de su vida, el único verdadero... 


Con triste resignación, Alfredo se aleja, despacio, calle adelante, con el rostro de su amor perdido grabado en el alma mientras, poco a poco, va cayendo la noche. Os pido que, en este momento, hagáis una pausa en la lectura, cerréis los ojos y permitáis que, por unos instantes, sea la música la que os hable...

Estaba ya muy lejano el día en que acudió a aquella fiesta y, por fin, pudo hablar con ella... La riqueza con la que estaba engalanado el comedor, el esplendor de los trajes de las damas y la elegancia de los de los caballeros palidecían ante la dulce belleza de aquella mujer que, con su sola presencia, habría podido iluminar la estancia más oscura. Así se lo pareció la primera vez que la vio, un año atrás. Ahora, por fin, se encontraba frente a ella, y eran tantas las cosas que quería decirle, que maldijo mentalmente a aquella escandalosa multitud que les rodeaba. ¡Se puso tan nervioso cuando su amigo Gastón le propuso que pronunciara un brindis!:


Comenzaron a escucharse las primeras notas de una alegre pieza de baile, y Violetta invitó a los presentes a pasar con ella al salón donde se encontraba la orquesta; pero, apenas había caminado unos pasos, sintió que le faltaba la respiración y, llevándose una mano al pecho, no tuvo más remedio que detenerse... con la voz entrecortada, rogó a sus invitados que se adelantaran. Alfredo, terriblemente preocupado, se las arregló para quedarse a solas con ella y, al fin, pudo hablarle de cómo la conoció y del inmenso amor que, sólo para ella, atesoraba en su corazón:


Al despuntar el alba, los invitados fueron despidiéndose, entre besos, risas, y frases de agradecimiento. Una vez a solas Violetta, que hasta ese momento había vivido sólo para el placer de los sentidos, empezó a pensar que, quizá, también para ella podía ser posible saber lo que se siente al amar de verdad y ser de verdad correspondida... Las palabras de aquel joven se le habían grabado en el corazón... 



Trató de convencerse a sí misma de que era una locura pensar siquiera en un amor serio, real... sin embargo, a todas sus dudas respondió la voz de Alfredo que, desde lejos, cantaba para recordarle que el amor es la inspiración del universo entero:


viernes, 24 de julio de 2015

ENTREMOS

Aproximadamente treinta minutos antes de que comience la representación, se abren las puertas del teatro para recibir, como unos brazos abiertos, a los que esperamos ansiosos a la entrada. Entre murmullos de conversaciones y ruido de pasos, un río de gente va fluyendo hacia el interior del esplendoroso edificio. Dos ujieres galanamente uniformados se encargan de comprobar las entradas y de dar paso, cortésmente, al público.

El vestíbulo está iluminado por un mar de luces que se desprenden de las majestuosas lámparas que hay por todas partes. En seguida, la vista se queda atrapada en la impresionante escalera del fondo que, flanqueada en su arranque por dos bellas esculturas, serpentea hacia las estancias superiores; su balaustrada forma unos dibujos tan delicados que parecen bordados en la propia piedra... Un tenue perfume de azahar flota en el ambiente.



Por aquellos pasillos que parecen salidos de un palacio de cuento, los pies se hunden en una espesa alfombra roja. Da la sensación de que el tiempo se ha quedado atrapado entre esos muros. Es aquí: "Palco número 18". Entremos.


El inefable perfume de azahar es ahora mucho más intenso... parece que se desprende de cada rincón del pequeño habitáculo. Acomodémonos. Desde un cuadro que cuelga de la pared de la derecha, una dama de otra época mira con ojos melancólicos... algún día contaré su historia.

Poco a poco, los espectadores van ocupando sus asientos. El teatro está ya casi lleno a rebosar. Desde los pisos superiores, asoman cabezas que tratan de abarcar este cielo lleno de estrellas que es la sala en estos momentos. Hacia la mitad del patio de butacas, un hombre se sienta con cara de infinito aburrimiento, mientras la mujer que le acompaña clava en él unos ojos inequívocamente amenazadores. Dos filas más atrás, una pareja ya entrada en años no para de mirar a su alrededor, con aire de niños asombrados y felices. Dichosos aquellos que, a pesar del paso de los años, conservan la ilusión que tuvieron en la infancia... 

Era yo aún una niña cuando, desde este mismo lugar, vi por primera vez la ópera que despertó mis sentidos a un mundo maravilloso... Fue tan grande la emoción que llegué a sentir aquella tarde, que lloré y lloré, sin poder contenerme... A mi lado mi abuela, con una beatífica sonrisa dibujada en su rostro, me decía sin palabras que comprendía y compartía lo que yo sentía en aquellos momentos. Hoy, de nuevo, igual que aquella tarde, Violetta Valéry (o Marguerite Gautier, o Marie Duplessis, como prefiráis) volverá a la vida para cumplir, una vez más, el injusto destino que para ella escribiera una sociedad hipócrita y cicatera. Recordarla quizá pague, siquiera sea un poco, la deuda que esa sociedad contrajo con ella.



Los instrumentos de la orquesta, en manos de sus ejecutantes, afinan sus voces, y el murmullo ininteligible de las conversaciones se extiende por el aire como una nube. Poco a poco, la luz se va haciendo más tenue... El silencio se va posando, lentamente, sobre todo y sobre todos... Arropado por un gran aplauso de bienvenida, el director cruza, ágil, el foso de la orquesta y sube a su atril. Desde allí, estrecha la mano del primer violín, hace un gesto para que todos los músicos se pongan en pie y, con ellos, girado hacia el público, agradece con una sonrisa y una reverencia la calurosa acogida. Por fin, se coloca de cara al escenario y, batuta en mano, se dispone a hacer que suenen las primeras notas...