Han pasado muchos años, pero recuerdo cada detalle de aquella noche en la que vi mi primera "traviata" y en la que, irremediablemente, me enamoré de la ópera.
Muerta ya Violetta en brazos de su desconsolado Alfredo, sonaron los últimos compases al tiempo que el telón comenzó a descender; aún no había éste tocado el suelo cuando el entusiasmo del público se desbordó en una ovación unánime, salpicada aquí y allá con gritos de: "¡Bravo! ¡bravo!". Aunque todos y cada uno de los intérpretes recibieron aplausos cuando salieron a saludar, la más aclamada fue, con diferencia, Violetta, Giuditta Mancini, una joven soprano dramática de coloratura, de origen alemán, que había cosechado sus mayores éxitos precisamente en nuestra ciudad.
Pálida y demacarada aún por el maquillaje, vestida con el sencillo camisón que había llevado en el último acto y descalza, su figura menuda se inclinaba agradecida ante aquel público que la aclamaba. Enseguida, fue a recibir al director que, sobre la escena, se unió al resto de la compañía para saludar. El telón tuvo que subir y bajar seis veces ante un público que no se cansaba de aplaudir. Al fin, la magia se fue desvaneciendo y, poco a poco, los espectadores fuimos desalojando el teatro.
El palco número dieciocho pertenecía a mi familia desde hacía más de cien años. En 1785, el teatro se incendió y, los enormes gastos que conllevó su reconstrucción se sufragaron en gran parte con la venta de los palcos; fue entonces cuando mi bisabuelo, gran amante de la ópera, adquirió éste. Eligió uno de los dos que lindan con el destinado a los reyes, no por sentirse cerca de ellos, sino por tener la mejor visibilidad posible, no sólo del escenario, sino también de las zonas destinadas a los espectadores. Hay que tener en cuenta que, en aquellos años, se asistía a la ópera, tanto o más que para ver, para ser visto.
A pesar de que el teatro ha sufrido varias reformas a lo largo de su historia, este palco se ha conservado como mi bisabuelo lo dispuso en un principio (o casi). Como podéis ver el techo, de madera repujada, extiende sus ornamentos a lo largo de las paredes, y se combina con el terciopelo rojo con el que están tapizadas tanto éstas como las sillas, cuya armazón es, asimismo, de madera. Fijaos en los dos mullidos sofás, rojos también, que hay en el antepalco, y en el gran espejo que crea la sensación de que la habitación es el doble de grande. ¿El cuadro? sí, también ha estado ahí desde el principio. Desde la primera vez que lo ví, me impresionó el modo en el que los ojos de la dama que está retratada en él, devuelven la mirada a quien la contempla; si venís a mi casa, podréis ver el mismo sillón sobre el que está sentada, aunque a ella no la encontraréis entre mis retratos de familia ...
De vuelta al hogar, en el coche, entusiasmada como estaba, le pregunté a mi abuela: "¿Cuándo venimos otra vez?". Sonriendo, me contestó que muy pronto y que, en esta nueva ocasión, la obra iba a ser muy distinta:
"-No creas que en la ópera sólo se llora -me dijo mi abuela-. Hay óperas muy divertidas, como la próxima a la que te voy a llevar: El barbero de Sevilla."Aunque no quiso adelantarme nada acerca de la historia de ese barbero, al día siguiente, y a modo de "aperitivo", mi abuela y yo escuchamos en su querido gramófono "auxetophone" (que conservo con inmenso cariño) al gran Titta Ruffo, encarnando a Fígaro, el barbero más famoso de la historia de la ópera.
Al cabo de menos un mes, las dos volvimos a aquel
mágico balcón desde el que, de nuevo, vimos cómo el telón se levantaba...
Historias familiares hermosas y sentidas que la música, la ópera aquí, marcan nuestras vidas. Gracias por compartir este palco lleno de emoción y cariño.
ResponderEliminarGracias a ti, Pablo, siempre, por tu atención, por tus preciosas palabras, y por acudir fiel a la cita con este palco. Me siento feliz al saber que transmito la emoción que siento al escribir, y afortunada al poder compartirla. Mil gracias, mi querido amigo.
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