¿Cómo vivía la desventurada Rosina el galanteo de su misterioso admirador? ¿qué planes trazaba su linda cabecita para burlar la implacable vigilancia de su tutor?
Tras un breve receso, el preciso para cambiar el decorado, nos trasladamos a un espacioso salón de la casa de don Bartolo; al fondo, el balcón que hasta entonces habíamos visto del lado de la calle permanecía cerrado a cal y canto. Rosina, sola, sentada ante un escritorio garabateaba unas letras, con un ojo puesto en el papel, mientras con el otro vigilaba a su alrededor, no fuera a ser que "alguien" se presentase de improviso. Se sentía a salvo, al menos durante unos minutos, de modo que se lanzó a un vehemente soliloquio en el que detalló todo lo que estaba dispuesta a hacer para lograr el amor de Lindoro; seguro que su tutor no podía imaginar, ni de lejos, la picardía que se encerraba debajo de aquellos rizos:
Con el ímpetu que era habitual en él, Fígaro se presentó; su principal intención era la de hablar con Rosina a solas, y ésta le insinuó a su vez que necesitaba hacerle una confidencia, pero la prudencia les hizo posponer la charla cuando escucharon ruido de pasos... el barbero corrió a esconderse justo a tiempo de que el doctor, que era quien se acercaba, no le viese.
Entre gritos y refunfuños (que era su forma habitual de expresarse), don Bartolo, interrogó a Rosina:
"-Señorita, ¿habéis visto al barbero?".
La muchacha, furiosa por el trato inquisitivo al que era sometida de continuo por el doctor, reaccionó como si le hubiesen pinchado cierta parte con un alfiler, dio un respingo y, tras responder que sí, se metió en su habitación dando un portazo.
El provecto tutor pretendía casarse con la joven atraído, no por la belleza de ésta, sino por su jugosa herencia. Y estaba dispuesto a lograrlo de buen grado o por la fuerza. Para llevar cuanto antes a término sus pretensiones, había hecho llamar a don Basilio, un clérigo que, a más de ser el profesor de música de la muchacha, era un conocido casamentero. Ambos redactarían el contrato de matrimonio y la boda se celebraría ese mismo día.
¡Tendríais que haber visto a don Basilio! Su sola presencia, cuando entró en escena, causó más de una carcajada entre el público. De estatura superior a la media, era tan enjuto que parecía ser aún más alto. Su raída sotana, que no había visto el agua ni el jabón en mucho tiempo, daba cumplida muestra de dónde se limpiaba su dueño los dedos cuando comía. Los escasos mechones de su cabello (tan falto de higiene como la ropa) se asomaban tímidamente por debajo de la destartalada teja; en la barbilla, su dotación capilar era algo más tupida, y formaba un remolino que proporcionaba a su poseedor un cierto aspecto de chivo. Sobre la nariz, con forma de apagavelas, portaba unas gafas colocadas tan cerca de la punta, que daba la sensación de que habían cobrado vida con la sola intención de huir de aquel ceño eternamente fruncido. Sus manos, acordes en tamaño con aquel corpachón, remataban unos brazos largos como aspas de molino que, cuando su dueño se enfadaba, se agitaban amenazadores. Por bajo de sus vestiduras, asomaban unos pies que, aún para alguien tan alto, parecían demasiado grandes; ello se debía a que el anterior dueño de aquellas botas tenía los pies unos tres centímetros más grandes que los de don Basilio. Toda su persona, en suma, era un poema.
Como primera medida para conjurar el peligro del conde Almaviva (sí, se habían enterado de que ése era el nombre del pretendiente), don Basilio propuso urdir una calumnia que, poco a poco, fuese desacreditando al noble hasta el punto de obligarle a huir de la ciudad:
"-¿Sabéis lo que es una calumnia? -dijo el casamentero-."
Ante la respuesta negativa del doctor, don Basilio pasó a explicar el significado de la palabreja, de la forma más precisa y cómica que yo he escuchado jamás:
A don Bartolo, sin embargo, no le satisfizo la sugerencia; necesitaba de una acción rápida, y la difamación era una semilla que tardaba demasiado tiempo en germinar. Para don Basilio, que andaba siempre, como supondréis, a la cuarta pregunta, no suponía problema alguno pensar en cualquier otra estrategia si contaba con su mejor acicate: el dinero. A fin de conspirar a salvo de miradas extrañas, los dos chanchulleros se retiraron al cuarto del doctor para extender el contrato matrimonial.
Al poco, volvieron a aparecer Fígaro y Rosina. El avispado barbero, que había estado escuchando escondido, muy atento, informó a la joven de los planes que abrigaba su tutor. La muchacha no pudo reprimir una carcajada y, al tiempo que espantaba de su mente la idea de contraer matrimonio con su tutor, pasó a cuestiones que eran más de su interés:
"-Decidme, señor Fígaro, ¿vos, hace poco, bajo mi ventana, hablabais con un señor...?"
"-Ah... -respondió éste- es primo mío. Un joven estupendo, buena cabeza, corazón excelente; ha venido para acabar sus estudios... Sin embargo, dudo que haga fortuna, pues tiene un gran defecto..."
La cara de preocupación de Rosina al oír esta última frase fue digna de ser inmortalizada en fotografía. Imaginé que pensaba: "¿Tendrá una joroba que yo no he advertido?... O tal vez una de sus piernas es más corta que la otra... El caso es que no me pareció que cojease. O puede que le huela el aliento...". Pero, inmediatamente, Fígaro desveló el misterio: el gran defecto de su pariente era que estaba perdidamente enamorado. El rostro de Rosina se iluminó ¿sería ella la afortunada? El barbero le aseguró que sí:
Ya mucho más tranquila, la joven quedó otra vez a solas, si bien al poco entró de nuevo don Bartolo, dispuesto a enterarse de lo que había venido a hacer Fígaro a la casa esa mañana. Sabía que el aria de "La inútil precaución" había sido una estratagema para comunicarse con su admirador, y estaba seguro de que el barbero había venido a traerle la respuesta. Por más que el doctor quería coger a la joven en un renuncio, haciéndole mil y una preguntas, ella encontraba respuesta para todas, lo que iba provocando en don Bartolo una reacción semejante a la de una olla que empieza a entrar en ebullición, hasta que estalló:
Estaban don Bartolo y Rosina cada uno en su cuarto cuando alguien llamó, con violentos e insistentes golpes, a la puerta:
"-¡Abrid!" -chilló desde fuera un vozarrón.
La criada, con la poca velocidad que le permitían sus reumáticas piernas, fue a abrir; para su sorpresa y espanto, entró como una exhalación un soldado, dando grandes voces y tambaleándose, completamente borracho. ¿Quién era? En efecto, el conde Almaviva, vestida su osamenta con la precipitación que procedía, dado su supuesto grado de embriagez, y cubierto su rostro con una enorme barba que, gracias al tricornio (el cual tapaba la goma que la sujetaba) podía pasar, más o menos, por suya. Venía dispuesto a quedarse en la casa, fuera como fuese:
Como no podía ser de otro modo, el tira y afloja entre el falso soldado y el doctor, empeñados ambos, con la misma vehemencia, el primero en quedarse y el segundo en impedírselo, había terminado en pelea, en la que acabaron tomando parte todos los de la casa. Llegó Fígaro para poner paz y advertir a los presentes de que el jaleo que estaban armando había alertado a media ciudad; tanto fue así que un grupo de guardias se presentó en la casa:
"-Decidnos rápidamente la causa de este escándalo -urgieron-".
El sargento que encabezaba aquella comisión, después de escuchar las embrolladas explicaciones de unos y otros (todos le hablaban a la vez), quiso llevarse arrestado al solado que había iniciado todo aquel jaleo; pero Almaviva, como quien se saca un as de la manga, buscó entre sus ropas y mostró a la autoridad un documento cuyo contenido hizo que toda aquella tropa se cuadrase ante él.
Poco a poco, se fue calmando aquella olla de grillos. A todos y cada uno de los presentes, después de un jaleo semejante, les parecía tener dentro de la cabeza una bigornia, donde el martillo del herrador no paraba de golpear y golpear. Así terminó este primer acto, y cuando el telón bajó, dejó al público ansioso por saber qué iba a pasar a continuación.