Éste es un palco imaginario de un teatro de ópera inventado; pero no por ello (aunque pueda parecer un contrasentido), ni uno ni otro son menos reales. Desde esta ventana a la fantasía, os invito a viajar por el rico, apasionado y apasionante universo de la ópera.. ¿me acompañáis?

TRADUCIR

English plantillas curriculums vitae French cartas de amistad German documental Spain cartas de presentación Italian xo Dutch películas un link Russian templates google Portuguese Japanese Korean Arabic Chinese Simplified

lunes, 24 de agosto de 2015

EL BARBERO DE SEVILLA (ACTO I, ESCENA 2ª): ASTUCIA DE BARBERO Y PICARDÍA DE MUJER

¿Cómo vivía la desventurada Rosina el galanteo de su misterioso admirador? ¿qué planes trazaba su linda cabecita para burlar la implacable vigilancia de su tutor?

Tras un breve receso, el preciso para cambiar el decorado, nos trasladamos a un espacioso salón de la casa de don Bartolo; al fondo, el balcón que hasta entonces habíamos visto del lado de la calle permanecía cerrado a cal y canto. Rosina, sola, sentada ante un escritorio garabateaba unas letras, con un ojo puesto en el papel, mientras con el otro vigilaba a su alrededor, no fuera a ser que "alguien" se presentase de improviso. Se sentía a salvo, al menos durante unos minutos, de modo que se lanzó a un vehemente soliloquio en el que detalló todo lo que estaba dispuesta a hacer para lograr el amor de Lindoro; seguro que su tutor no podía imaginar, ni de lejos, la picardía que se encerraba debajo de aquellos rizos:


Con el ímpetu que era habitual en él, Fígaro se presentó; su principal intención era la de hablar con Rosina a solas, y ésta le insinuó a su vez que necesitaba hacerle una confidencia, pero la prudencia les hizo posponer la charla cuando escucharon ruido de pasos... el barbero corrió a esconderse justo a tiempo de que el doctor, que era quien se acercaba, no le viese.

Entre gritos y refunfuños (que era su forma habitual de expresarse), don Bartolo, interrogó a Rosina:
"-Señorita, ¿habéis visto al barbero?".
La muchacha, furiosa por el trato inquisitivo al que era sometida de continuo por el doctor, reaccionó como si le hubiesen pinchado cierta parte con un alfiler, dio un respingo y, tras responder que sí, se metió en su habitación dando un portazo.

El provecto tutor pretendía casarse con la joven atraído, no por la belleza de ésta, sino por su jugosa herencia. Y estaba dispuesto a lograrlo de buen grado o por la fuerza. Para llevar cuanto antes a término sus pretensiones, había hecho llamar a don Basilio, un clérigo que, a más de ser el profesor de música de la muchacha, era un conocido casamentero. Ambos redactarían el contrato de matrimonio y la boda se celebraría ese mismo día.

¡Tendríais que haber visto a don Basilio! Su sola presencia, cuando entró en escena, causó más de una carcajada entre el público. De estatura superior a la media, era tan enjuto que parecía ser aún más alto. Su raída sotana, que no había visto el agua ni el jabón en mucho tiempo, daba cumplida muestra de dónde se limpiaba su dueño los dedos cuando comía. Los escasos mechones de su cabello (tan falto de higiene como la ropa) se asomaban tímidamente por debajo de la destartalada teja; en la barbilla, su dotación capilar era algo más tupida, y formaba un remolino que proporcionaba a su poseedor un cierto aspecto de chivo. Sobre la nariz, con forma de apagavelas, portaba unas gafas colocadas tan cerca de la punta, que daba la sensación de que habían cobrado vida con la sola intención de huir de aquel ceño eternamente fruncido. Sus manos, acordes en tamaño con aquel corpachón, remataban unos brazos largos como aspas de molino que, cuando su dueño se enfadaba, se agitaban amenazadores. Por bajo de sus vestiduras, asomaban unos pies que, aún para alguien tan alto, parecían demasiado grandes; ello se debía a que el anterior dueño de aquellas botas tenía los pies unos tres centímetros más grandes que los de don Basilio. Toda su persona, en suma, era un poema.

Como primera medida para conjurar el peligro del conde Almaviva (sí, se habían enterado de que ése era el nombre del pretendiente), don Basilio propuso urdir una calumnia que, poco a poco, fuese desacreditando al noble hasta el punto de obligarle a huir de la ciudad:
"-¿Sabéis lo que es una calumnia? -dijo el casamentero-."
Ante la respuesta negativa del doctor, don Basilio pasó a explicar el significado de la palabreja, de la forma más precisa y cómica que yo he escuchado jamás:



A don Bartolo, sin embargo, no le satisfizo la sugerencia; necesitaba de una acción rápida, y la difamación era una semilla que tardaba demasiado tiempo en germinar. Para don Basilio, que andaba siempre, como supondréis, a la cuarta pregunta, no suponía problema alguno pensar en cualquier otra estrategia si contaba con su mejor acicate: el dinero. A fin de conspirar a salvo de miradas extrañas, los dos chanchulleros se retiraron al cuarto del doctor para extender el contrato matrimonial. 

Al poco, volvieron a aparecer Fígaro y Rosina. El avispado barbero, que había estado escuchando escondido, muy atento, informó a la joven de los planes que abrigaba su tutor. La muchacha no pudo reprimir una carcajada y, al tiempo que espantaba de su mente la idea de contraer matrimonio con su tutor, pasó a cuestiones que eran más de su interés:
 "-Decidme, señor Fígaro, ¿vos, hace poco, bajo mi ventana, hablabais con un señor...?"
"-Ah... -respondió éste- es primo mío. Un joven estupendo, buena cabeza, corazón excelente; ha venido para acabar sus estudios... Sin embargo, dudo que haga fortuna, pues tiene un gran defecto..."
La cara de preocupación de Rosina al oír esta última frase fue digna de ser inmortalizada en fotografía. Imaginé que pensaba: "¿Tendrá una joroba que yo no he advertido?... O tal vez una de sus piernas es más corta que la otra... El caso es que no me pareció que cojease. O puede que le huela el aliento...". Pero, inmediatamente, Fígaro desveló el misterio: el gran defecto de su pariente era que estaba perdidamente enamorado. El rostro de Rosina se iluminó ¿sería ella la afortunada? El barbero le aseguró que sí:


Ya mucho más tranquila, la joven quedó otra vez a solas, si bien al poco entró de nuevo don Bartolo, dispuesto a enterarse de lo que había venido a hacer Fígaro a la casa esa mañana. Sabía que el aria de "La inútil precaución" había sido una estratagema para comunicarse con su admirador, y estaba seguro de que el barbero había venido a traerle la respuesta. Por más que el doctor quería coger a la joven en un renuncio, haciéndole mil y una preguntas, ella encontraba respuesta para todas, lo que iba provocando en don Bartolo una reacción semejante a la de una olla que empieza a entrar en ebullición, hasta que estalló:


Estaban don Bartolo y Rosina cada uno en su cuarto cuando alguien llamó, con violentos e insistentes golpes, a la puerta:
"-¡Abrid!" -chilló desde fuera un vozarrón.
La criada, con la poca velocidad que le permitían sus reumáticas piernas, fue a abrir; para su sorpresa y espanto, entró como una exhalación un soldado, dando grandes voces y tambaleándose, completamente borracho. ¿Quién era? En efecto, el conde Almaviva, vestida su osamenta con la precipitación que procedía, dado su supuesto grado de embriagez, y cubierto su rostro con una enorme barba que, gracias al tricornio (el cual tapaba la goma que la sujetaba) podía pasar, más o menos, por suya. Venía dispuesto a quedarse en la casa, fuera como fuese:


Como no podía ser de otro modo, el tira y afloja entre el falso soldado y el doctor, empeñados ambos, con la misma vehemencia, el primero en quedarse y el segundo en impedírselo, había terminado en pelea, en la que acabaron tomando parte todos los de la casa. Llegó Fígaro para poner paz y advertir a los presentes de que el jaleo que estaban armando había alertado a media ciudad; tanto fue así que un grupo de guardias se presentó en la casa:
"-Decidnos rápidamente la causa de este escándalo -urgieron-".
El sargento que encabezaba aquella comisión, después de escuchar las embrolladas explicaciones de unos y otros (todos le hablaban a la vez), quiso llevarse arrestado al solado que había iniciado todo aquel jaleo; pero Almaviva, como quien se saca un as de la manga, buscó entre sus ropas y mostró a la autoridad un documento cuyo contenido hizo que toda aquella tropa se cuadrase ante él.

Poco a poco, se fue calmando aquella olla de grillos. A todos y cada uno de los presentes, después de un jaleo semejante, les parecía tener dentro de la cabeza una bigornia, donde el martillo del herrador no paraba de golpear y golpear. Así terminó este primer acto, y cuando el telón bajó, dejó al público ansioso por saber qué iba a pasar a continuación.

lunes, 17 de agosto de 2015

EL BARBERO DE SEVILLA (ACTO I, ESCENA 1ª): TODO EMPEZÓ CON UNA SERENATA

En esta nueva ocasión, cuando el telón se alzase, nos mostraría una ciudad que yo no conocería hasta muchos años después: Sevilla. ¿Cómo sería? o, al menos ¿cómo la habrían imaginado los que habían preparado la obra? Además del disfrute escénico y musical, la ópera permite viajar, sin moverse del asiento, tanto en el tiempo como en el espacio.

La obra que íbamos a ver se titulaba "El barbero de Sevilla". El libreto, de Cesare Sterbini, se basaba en una comedia del mismo nombre del barón de Beaumarchais. La música era producto del talento de Giovacchino Antonio Rossini (que todo eso se llamaba) el cual, por lo visto, tenía fama de vago de solemnidad. Contaba mi abuela una anécdota (que decía conocer de buena fuente) según la cual el compositor prefería trabajar en la cama, a pesar de la incomodidad de la postura; un día, se le cayó una página que acababa de terminar y, antes que levantarse del lecho para recogerla, prefirió volver a escribirla. Sea como fuere, en la cama o sentado ante un escritorio, "El barbero de Sevilla" lo compuso en un tiempo récord: menos de tres semanas; el resultado, iba a cobrar vida de nuevo, ante nosotras, aquella noche.

La orquesta se encontraba ya dispuesta; al frente, el nuevo director artístico del teatro, un músico eminente cuyo talento era tal que conocía a fondo, y era capaz de tocar a la perfección, todos los instrumentos de la orquesta. La emoción de la espera se palpaba en el ambiente... Al fin, con el telón aún bajado, el maestro levantó la batuta y comenzó a sonar una deliciosa obertura, que preparó nuestro ánimo para la divertidísima historia que estaba a punto de empezar...


Se descubrió ante nosotros una calle de la Sevilla del siglo XVIII, envuelta en las sombras y la tranquilidad que acompañan a las horas de la noche. Una casa destacaba entre las demás, por el balcón enrejado que tenía en su primer piso. A ella se fue aproximando, con mucho sigilo, un grupo de hombres caminando cómicamente de puntillas. El que iba en cabeza (enseguida sabríamos que se llamaba Fiorello) llevaba una linterna de luz tan tenue que apenas espantaba las negruras que se encontraba al paso; tras él, un grupo de músicos, cargados con sus instrumentos caminaban prácticamente a tientas, por lo que temían tropezar en cualquier momento. Unos y otros se instaban entre sí a no armar ruido, pero resultaban tan escandalosos que parecía extraño que no se despertara algún vecino. Al grupo se unió otro hombre, que era el que había organizado todo aquel despliegue con el fin cantarle una serenata a la misteriosa joven que vivía en aquella casa, de la que se había enamorado perdidamente. Con extravagantes ademanes, cantante y músicos comenzaron su improvisado recital:


Malévola como he sido siempre, imaginé lo gracioso que hubiera sido que la muchacha, molesta por haber visto interrumpido su sueño, se hubiese asomado maceta en mano, dispuesta a arrojársela al cantor. Eso por no imaginar que, sin advertirle previamente con la voz de "¡agua va!",  hubiese vertido sobre el infortunado lo que, para desgracia de los transeúntes, solía arrojarse por las ventanas cuando en las casas aún no existían sistemas de desagüe. El caso fue que, a pesar de que el trovador se esmeró todo lo que pudo, la dama no se asomó. Quizá tenía el sueño muy profundo.

El día se aproximaba; era hora pues, de hacer lo contrario y alejarse. Con la naturalidad de aquellos a los que les sobra el dinero y se desprenden con facilidad de él, el conde (que tal era el título del enamorado juglar) sacó de entre sus ropas una pesada bolsa, cuyo abundante contenido fue repartido entre los músicos; éstos, ante tal prodigalidad, sintieron la imperiosa necesidad de expresar con efusivos halagos y reverencias su agradecimiento (pensando, sin duda, en posteriores ocasiones en las que aquel hombre necesitase de sus servicios). Ante el ruido que armaban, el conde temió que alertasen al vecindario, y se las vió y se las deseó para que, al fin, se alejasen de allí. Fiorello se retiró también y, a solas ya nuestro hombre, escuchó a lo lejos la voz de alguien que se aproximaba canturreando: "La, la, la, la...":


El Fígaro de aquella noche fue ni más ni menos que Titta Ruffo. Que llegase hasta mí, en vivo, aquella voz a la que le había oído cantar las primeras notas que conocí de este barbero, fue algo indescriptible. Para un operófilo (y yo ya lo era entonces) no hay nada que pueda compararse al directo (y más, dada la escasa calidad de los discos de entonces).

Una vez que el conde (el cual se había buscado un discreto puesto de observación) reconoció al "factotum", que era amigo suyo, le pidió ayuda para acercarse a la dama que vivía en aquella casa; según creía él, era hija de un médico chocho que la tenía poco menos que secuestrada. El avispado Fígaro, alerta sus sentidos ante la generosa recompensa que, sin duda, recibiría por sus servicios, se apresuró a decir:
"-Habéis tenido suerte porque yo, en esa casa, soy barbero, peluquero, cirujano, botánico, farmacéutico, veterinario... Además, la muchacha no es la hija del médico, sino únicamente su pupila..."
De improviso, la joven apareció en el balcón e, inquieta, se puso a mirar hacia todos lados. ¿Dónde estaría su enamorado? Éste, que, prudentemente se había escondido, apareció corriendo; pero, apenas había tenido tiempo de dedicarle unas pocas y ternísimas palabras, cuando se asomó también...¡el doctor Bartolo! El desconfiado cancerbero, al ver que la muchacha tenía un papel en la mano, se puso en guardia:
"-¿Qué es ese papel? -preguntó con recelo-".
Astuta, nuestra heroína le dijo que era la letra de un aria de "La inútil precaución", una nueva ópera; desde su escondite, el conde comprendió que se trataba de una nota dirigida a él, y ya no cupo en sí de gozo. A fin de tener una excusa para alejar a su carcelero, la muchacha tiró el papel a la calle y el conde, discreta y rápidamente, lo recogió.
"-¡Oh, pobre de mí! ¡Se me ha caído el aria! ¡Recogedla, rápido! -mintió la joven al doctor-".
Refunfuñando y renqueando, don Bartolo bajó a la calle y, una vez alli, se puso a mirar a un lado y a otro, pero la nota no aparecía por ninguna parte. Su pupila le señaló a lo lejos, alegando que al papel se lo había llevado el viento. Pero el doctor, que a desconfiado no le ganaba nadie, se chupó el dedo índice y lo levantó en alto (imaginaos las risas del público al ver el ademán), lo que le permitió comprobar que no corría una gota de aire. Resolutivo, y echando sapos y culebras por la boca, regresó a la casa, dispuesto incluso a tapiar aquel balcón.

De nuevo a solas el conde y Fígaro, éste último se dispuso a leer la carta en voz alta. Si hubiéseis visto la expresión del rostro del conde mientras escuchaba las acarameladas palabras que le dedicaba Rosina (así dijo llamarse la muchacha), habríais pensado que jamás, nadie, se había enamorado tan perdidamente como lo había hecho él. Eso sí, no tenía intención de revelarle a su amada que era el conde Almaviva, hasta no estar seguro de que ella le adoraba por sí mismo, y no por su dinero. Estar, estaría enamorado, pero no era tonto.

La puerta de la casa del doctor se abrió de nuevo y, escondidos, Fígaro y el conde vieron esperanzados cómo éste salía. Le escucharon decir en voz alta que pretendía apresurar su boda con Rosina, para lo que requería la ayuda de un tal don Basilio. Era preciso, pues, actuar de inmediato. En la carta, Rosina le pedía a su enamorado que le revelase quién era y cuáles eran sus intenciones; como respuesta, el conde le cantó (de nuevo, sí) una serenata, en la que se bautizó a sí mismo como Lindoro:


Lo bruscamente que Rosina desapareció del balcón (hay que decir que apenas se había atrevido a entornar las puertas del mismo, y a asomar la nariz), así como el violento ruido con el que éste se había cerrado, llevaron a los dos hombres a pensar que alguien había entrado en la habitación (la deducción, reconozcámoslo, no era muy difícil, e imaginar quién habría entrado en la habitación, tampoco).

El conde, delirante, juró que accedería a aquella casa a cualquier precio. Pero no podía hacerlo sin Fígaro, de modo que, para espolear la imaginación del barbero, paseó delante de sus narices una bien nutrida bolsa de monedas de oro, con la promesa de que habría muchas más. Fígaro, los ojos casi fuera de las órbitas, estrujó su cerebro hasta que en él surgió una idea: el conde debería hacerse pasar por soldado, que bien podía ser uno de los del regimiento que ese mismo día estaba a punto de llegar.

El coronel era amigo del conde, de modo que a éste no le sería difícil conseguir un uniforme y el correspondiente boleto de alojamiento, que obligaría a don Bartolo a abrirle las puertas de aquella casa. Si, además, Almaviva se fingía borracho, podía tener por seguro que el doctor no sospecharía de él. Con su plan perfectamente urdido, ambos hombres se fueron en direcciones opuestas: uno a su barbería, y el otro en busca del coronel del regimiento.

lunes, 10 de agosto de 2015

IMPRESIONES Y DESEOS

Han pasado muchos años, pero recuerdo cada detalle de aquella noche en la que vi mi primera "traviata" y en la que, irremediablemente, me enamoré de la ópera.

Muerta ya Violetta en brazos de su desconsolado Alfredo, sonaron los últimos compases al tiempo que el telón comenzó a descender; aún no había éste tocado el suelo cuando el entusiasmo del público se desbordó en una ovación unánime, salpicada aquí y allá con gritos de: "¡Bravo! ¡bravo!". Aunque todos y cada uno de los intérpretes recibieron aplausos cuando salieron a saludar, la más aclamada fue, con diferencia, Violetta, Giuditta Mancini, una joven soprano dramática de coloratura, de origen alemán, que había cosechado sus mayores éxitos precisamente en nuestra ciudad. 


Pálida y demacarada aún por el maquillaje, vestida con el sencillo camisón que había llevado en el último acto y descalza, su figura menuda se inclinaba agradecida ante aquel público que la aclamaba. Enseguida, fue a recibir al director que, sobre la escena, se unió al resto de la compañía para saludar. El telón tuvo que subir y bajar seis veces ante un público que no se cansaba de aplaudir. Al fin, la magia se fue desvaneciendo y, poco a poco, los espectadores fuimos desalojando el teatro.

El palco número dieciocho pertenecía a mi familia desde hacía más de cien años. En 1785, el teatro se incendió y, los enormes gastos que conllevó su reconstrucción se sufragaron en gran parte con la venta de los palcos; fue entonces cuando mi bisabuelo, gran amante de la ópera, adquirió éste. Eligió uno de los dos que lindan con el destinado a los reyes, no por sentirse cerca de ellos, sino por tener la mejor visibilidad posible, no sólo del escenario, sino también de las zonas destinadas a los espectadores. Hay que tener en cuenta que, en aquellos años, se asistía a la ópera, tanto o más que para ver, para ser visto.

A pesar de que el teatro ha sufrido varias reformas a lo largo de su historia, este palco se ha conservado como mi bisabuelo lo dispuso en un principio (o casi). Como podéis ver el techo, de madera repujada, extiende sus ornamentos a lo largo de las paredes, y se combina con el terciopelo rojo con el que están tapizadas tanto éstas como las sillas, cuya armazón es, asimismo, de madera. Fijaos en los dos mullidos sofás, rojos también, que hay en el antepalco, y en el gran espejo que crea la sensación de que la habitación es el doble de grande. ¿El cuadro? sí, también ha estado ahí desde el principio. Desde la primera vez que lo ví, me impresionó el modo en el que los ojos de la dama que está retratada en él, devuelven la mirada a quien la contempla; si venís a mi casa, podréis ver el mismo sillón sobre el que está sentada, aunque a ella no la encontraréis entre mis retratos de familia ...



De vuelta al hogar, en el coche, entusiasmada como estaba, le pregunté a mi abuela: "¿Cuándo venimos otra vez?". Sonriendo, me contestó que muy pronto y que, en esta nueva ocasión, la obra iba a ser muy distinta:
"-No creas que en la ópera sólo se llora -me dijo mi abuela-. Hay óperas muy divertidas, como la próxima a la que te voy a llevar: El barbero de Sevilla." 
Aunque no quiso adelantarme nada acerca de la historia de ese barbero, al día siguiente, y a modo de "aperitivo", mi abuela y yo escuchamos en su querido gramófono "auxetophone" (que conservo con inmenso cariño) al gran Titta Ruffo, encarnando a Fígaro, el barbero más famoso de la historia de la ópera.

Al cabo de menos un mes, las dos volvimos a aquel mágico balcón desde el que, de nuevo, vimos cómo el telón se levantaba...

jueves, 6 de agosto de 2015

LA TRAVIATA (ACTO III): ADIÓS, BELLOS RECUERDOS DEL PASADO

Tan sólo un mes después de la fiesta en casa de Flora, Violetta sufrió una grave recaída en su enfermedad, y tuvo que guardar cama.


Los que en otro tiempo se llamaron amigos suyos, se habían ido alejando a medida que la enfermedad iba ganando terreno. Tan sólo Annina, su fiel doncella, y el doctor Grenvill, permanecieron a su lado.

Su figura, menuda, consumida por la fiebre, se agitaba entre las arrugadas sábanas. En ella, vagamente podía reconocerse a la espléndida mujer que había sido. Su cuerpo apenas abultaba sobre el lecho. La enfermedad se retrataba fielmente en su semblante: los pómulos, marcados aún más de lo que solían, afilaban su rostro hasta la exageración, y los ojos estaban tan hundidos que parecía que tenían miedo de asomarse al mundo.

Annina, su ángel guardián, cuidaba de ella día y noche como la más amorosa de las madres. Sentada sobre una silla, al lado de su cama, velaba su sueño hasta que, de madrugada, vencida por el cansancio, se adormecía.

Aquella última mañana, un acceso de tos despertó a Violetta; trató de incorporarse para que el aire llegase con más facilidad a sus maltrechos pulmones, pero se encontraba tan débil, que le fue imposible. Al fin, con un hilo de voz, llamó: "Annina...". Ésta se disculpó por haberse quedado dormida y la muchacha, sonriendo agradecida por tener cerca a aquella mujer, le pidió un vaso de agua.

Eran poco más de las siete de la mañana. La luz del día apenas había empezado a espantar las sombras de la noche cuando llegó el doctor, fiel como todos los días, si bien la hora era mucho más temprana que la de costumbre. Solícito, reconoció a la enferma y trató de darle esperanzas que, ambos lo sabían, eran vanas. A Violetta sólo le quedaban unas horas de vida.

Fuera, en la calle, París enloquecía, envuelto en la vorágine del carnaval; terrible contraste con el sufrimiento callado e íntimo, que se respiraba en aquella oscura habitación. "Quién sabe cuántos infelices sufrirán mientras otros se divierten..." pensó en voz alta la desdichada e, inmediatamente, pidió a Annina que entregase la mitad del poco dinero que les quedaba a los pobres.

La doncella salió y Violetta, con viva ansiedad, se puso a releer un arrugado papel que aferraba entre sus manos. Era una carta del padre de Alfredo:


De improviso, Annina regresó, apresurada, muy nerviosa. Las palabras se le salían de la boca, pero trataba de calmarse para que la alegría no desbordase el castigado corazón de sus señora cuando le dijese que... ¡Alfredo estaba allí! ¡Había vuelto!


La muchacha deseó entonces vivir con tanta fuerza, que creyó que se produciría el milagro y el cielo compensaría lo mucho que había sufrido, concediéndole una nueva oportunidad. Pero aquel dolor intenso que le taladraba el pecho y la extrema debilidad que sentía, le decían que todas sus esperanzas habrían de resultar vanas. Iba a morir cuando estaba apenas rozando la felicidad con la punta de los dedos.

Cumpliendo la promesa que le había hecho en su carta, Germont acudió a su lado, para pedirle perdón, para abrazarla como a una hija. Pero era demasiado tarde. Al menos, en esos últimos momentos, tenía el consuelo de encontrarse entre las únicas personas que la querían de verdad.


Igual que la tradición cuenta del cisne cuando va a morir, Violetta revivió, por unos breves instantes, para caer enseguida, inerte, en brazos de Alfredo. El pobre muchacho se aferró a aquel cuerpo con desesperación, como si su abrazo tuviese poder para devolverle la vida. Mientras sus lágrimas, mucho más elocuentes que las palabras, caían inconsolables, sintió que quería morir él también.

lunes, 3 de agosto de 2015

LA TRAVIATA (ACTO II, 2ª PARTE): DE NUEVO SOLA ENTRE LA MULTITUD

Una de las cosas que enseña la vida es que sólo podemos estar razonablemente seguros del momento presente, del aquí y del ahora. El futuro depende de imponderables que escapan a nuestra voluntad y que, a veces, nos hacen tomar un rumbo que jamás habríamos imaginado. Eso fue lo que le sucedió a Violetta. La única forma que encontró para hacer que Alfredo renegase de ella fue despertar su odio; para lograrlo, venciendo a duras penas su rechazo a una vida de la que un día creyó haber huido para siempre, regresó con Douphol y, con él, asistió a la fiesta de Flora. Un corazón generoso es capaz de los mayores sacrificios y el de Violetta era noble y desprendido como pocos.

El lujoso salón en el que se celebraba la fiesta resplandecía con el fulgor de un incendio. La música, brillante, describía y enfatizaba un ambiente en el que hombres y mujeres charlaban, reían, comían y bebían, dispuestos a divertirse hasta altas horas de la madrugada. Flora no sabía que Alfredo y Violetta se habían separado, y se soprendió mucho al enterarse de que su amiga acudiría a la fiesta acompañada del barón; se quedó un momento pensativa, pero sus reflexiones se vieron inmediatamente interrumpidas por las máscaras que llegaban para amenizar la fiesta:


Para sorpresa de todos, apareció Alfredo, aparentemente muy tranquilo y desenvuelto. Decidido, se sentó a la mesa de juego. Inmediatamente después, llegó Violetta, muy seria, resignada, del brazo del barón; al ver a Alfredo, Duphol prohibió terminantemente a Violetta que le dirigiera una sola palabra. La muchacha, tratando de mantener la compostura, se maldecía a sí misma por haber acudido allí, por haber sido tan incauta.

Las miradas que Alfredo, desde su puesto, les clavaba al barón y a Violetta, eran dardos rebosantes de veneno. Acicateado por la rabia, Alfredo jugaba arriesgando cada vez más y, tal y como reza un refrán, desgraciado como era en amores, resultó triunfador en el juego. A medida que ganaba partida tras partida, su ira iba creciendo, hasta que acabó por escupir todo el dolor que sentía hacia la mujer que le había traicionado, y hacia el hombre que se había interpuesto entre los dos:


Era seguro que los dos hombres acabarían enfrentándose en duelo, de modo que Violetta, fuera de sí, quiso tratar de convencer a Alfredo para que huyese. Logró verse a solas con él, pero el muchacho le aseguró que sólo se marcharía de allí si ella le acompañaba. Una vez más Violetta, sin saber cómo, encontró las fuerzas para mentirle: le dijo que le había abandonado definitivamente por Douphol porque... porque era al barón a quien amaba. Fue entonces cuando Alfredo estalló como sólo puede hacerlo alguien que siente que no tiene nada que perder, porque ya lo ha perdido todo, porque la ilusión de su vida ha resultado un engaño y se ha desvanecido definitivamente:


En la vida se dan situaciones capaces de transformar, siquiera sea por unos instantes, incluso a las personas de carácter más bondadoso. Alfredo, que no era de natural agresivo, se sintió herido de tal modo que hirió a su vez, con saña, con furia, a aquella que sentía que se había burlado de él. Y fue curiosamente su padre, el causante de ese dolor, el que le recriminó más duramente que se portase así con un mujer. Germont, si bien se decía a si mismo que debía callar la verdad que había detrás de aquella situación, empezaba a comprender hasta qué punto había sido cruel su proceder, pues aquella mujer tenía un corazón más noble que muchas de las damas a las que la sociedad tenía por virtuosas.